viernes, 14 de octubre de 2011

ANTONIO, EL NIÑO QUE PODÍA VER OTRAS REALIDADES


TÍO PEPE CON ANTONIO Agüimes



Durante toda mi vida, hasta que se volvió a restaurar la casa de mis abuelos, esta foto de arriba, pero en tamaño mediano, estaba colgada en el granero. 
El granero era un lugar mágico para mí, porque además de albergar existencias comestibles, era donde se había ido acumulando desde viejas fotos y revistas de distintas épocas, utensilios y muebles  hasta anotaciones en la pared sobre las últimas inundaciones importantes del barranco de Guayadeque y la altura de algunos de mis tios  cuando eran pequeños, por ejemplo.
La fotografía se veía al abrir la puerta. Estaba en la pared de enfrente. 
Tenía un marco de cartón grueso que recuerdo gris indeterminado. Debía ser por el tiempo.
Cuando subíamos con la abuela a buscar papas, millo, judías ó darle vuelta a los quesos, contentas porque nos dejaba llevarle el cesto vacío hasta arriba, nos contaba que eran el tío Pepe, único  hermano varón de mi abuelo y Antonio, el primero de sus hijos, porque todos se lo fuimos preguntando, claro, a medida que fuimos siendo capaces de subir las escaleras de cantería y acompañarla.
Decía con mucha dulzura que era un niño precioso y muy despierto, que habia muerto pequeño pero tampoco comentaba mucho más y seguiamos a lo nuestro.
Nunca una queja en sus labios contra la vida, que la curtió, a pesar de su fragilidad aparente, en la pérdida temprana de seres queridos.
Luego, la foto desapareció, como tantas otras cosas, en las obras para acondicionar la casa.
Este era Antoñito. El protagonista. 
ANTONIO Agüimes

 
Nació llenando de ilusión a toda la familia, y le pusieron el nombre de Antonio ya que su abuelo materno había muerto meses  antes de que él viniera al mundo.
No lo llegó a conocer.
Fué un niño que se desarrollaba muy bien, rodeado de gente que lo cuidaba y lo quería. Caminó y habló muy pronto.
Una noche, mi abuela se levantó como hacía siempre para calentarle su biberón y cambiarlo. Había cumplido dos años hacía poco.
En el dormitorio de la casa donde vivían en aquellos tiempos, y que todavía existe, hay una ventana que dá al patio y estaban abiertas las contaventanas.
Los cristales estaban cerrados, porque era invierno y hacía frío.
El patio todavía estaba iluminado, esperando el regreso de mi abuelo.
Antoñito empezó a saludar muy sonriente a alguien.
Mi abuela, de espaldas a la ventana en ese momento, conectando el infiernillo, al ver el entusiasmo del niño, se volvió pensando que habría llegado su marido, ya que trabajó siempre hasta tarde, pero no vió a nadie.
Sorprendida al ver que seguía tan risueño saludando, y sin saber muy bien que hacer, empezó a preguntarle como era esa persona que tanto le gustaba y tanta gracia le hacía.
Cual no sería el asombro de la pobre mujer cuando la criatura  empezó a describirle a su padre, que jamás pudo ver, con la misma indumentaria que usaba habitualmente incluido su sombrero, y a decirle que aquel señor lo estaba llamando. 
Para ella, aquella noche tuvo que ser tremenda.
El niño a partir de ahí empezó a dejar de comer. Perdió el apetito, adelgazaba y se consumía.
Peregrinaron con él hasta Las Palmas muchas veces a que lo viera su pediatra, muy afamado, le hicieron estudios, pero misteriosamente, nunca se supo porqué, se fué apagando mientras decía a media lengua su explicación muy tranquilo: es que mamá, yo me "mero", yo me "mero", me voy con el señor que me llama...
Nunca fué mi abuela una persona cobarde, ni creyente ni supersticiosa.
De hecho, vivió sola largas temporadas de su vida.
Sumamente aficionada a la lectura y a la conversación, era escéptica con respecto a casi todo, creo que excepto para querernos.
Con lo que a mi abuela le gustaba hablar  conmigo, y a mí con ella, jamás saqué el tema.
Quizás porque cuando me enteré y podíamos haberlo comentado, yo estaba demasiado ocupada en las tonterías propias de la preadolescencia, y como otra de las historias familiares, se quedó archivada en los recuerdos. 
Pero la contó a su familia, porque quién me relató hace mucho tiempo el hecho fué mi madre. Y por eso, lo puedo contar.

Sus hermanos y las personas que en esa época frecuentaban a diario la casa, lo conocen también. Todos nosotros. 

                            
                                     

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