Cuando llegábamos a Arinaga en el camión lleno de catres de viento, quinqués, colchones de crin enrollados sobre los que saltábamos como locas a cada bache de la carretera, el bidón lleno de agua potable, velas, luces de carburo, mantas, y en fin un revoltijo de enseres de la casa perfectamente organizado a fuerza de años y años de hacerlo, era la auténtica felicidad.
Íbamos casi cada temporada a una casa diferente en alquiler para pasar el verano, casas desconocidas hasta que las ocupabas, que también tenía su emoción.
Los primeros años que recuerdo éramos un montón de gente : la abuela, el tío Juan, mis primas, mi tío y mi tía y mi padre, mi madre y nosotras.
Rápidamente se organizaba todo de tal manera que al caer la noche, porque no había luz, todo el mundo podía cenar, se encendían los carburos y luego dormíamos cansados pero con la alegría de que empezaban las vacaciones.
Era cuestión de acostumbrarse al continuo zumbido del viento queriendo entrar por las rendijas resecas de las maderas soleadas y al ruido de las olas en el mar, que acababa siendo el arrullo habitual.
Los días eran largos, muy largos, daba tiempo de muchas cosas y las distancias eran mucho mayores porque solo existía la pequeña carretera de llegada.
Lo demás había que caminarlo luchando con el viento y con la maldita arenilla y piedras chicas que levantaba, porque como andábamos todo el día con el bañador y poco más, era una tortura. Ya ves,una exfoliación natural. Ahora te lo hacen en el cuerpo y vale una fortuna.
No podía bañarme más que en agua salada, ni falta que me hacía. Solo los sábados tocaba un baño de agua dulce generalmente en el patio de la casa con una palangana y un cacharro, usando aquel jabón blanco y azul que olía tan bien, con la algarabía consiguiente entre la chiquillería.
Y luego, otra vez los amigos,las aulagas y la arena, el mar, los caracoles y las largas caminatas.
Una tarde en el Risco Verde, al día siguiente Cabrón, el sol y la playa.
Barranco de Balos, Pozo Izquierdo.
Atardeceres espectaculares, asaderos de noche en la playa donde todo el mundo se conocía….
Los mayores, felices, iban de serenata por la noche y los oíamos cantando alejándose hasta que nos quedábamos dormidos.
Y cuando volvíamos por fin, de mala gana, otra vez a la “civilización”, no me cabían los zapatos.
Entonces, siempre me acordaba de Fernando el Saino, el barquero, que encendía los fósforos con la planta de los pies y le pedíamos que lo hiciera un montón de veces.
Tenía la paciencia de hacerlo para nosotros año tras año.
Tampoco podía dormir sin oír el viento y el mar los primeros días de regreso.
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